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Cerca de vosotros (Obispo Salvador)
Autoria
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Fecha publicación: 
Vie, 02/28/2020

Queridos diocesanos:

Siempre he pensado que todos los seres humanos están convencidos de que su obrar es beneficioso para ellos mismos y redunda en bien hacia los demás. Seguramente planificar el mal no está en las mentes de las personas corrientes con las que convivimos. Sólo los malvados, que nos parecen muy lejanos, son capaces de trastornar el designio amoroso de Dios sobre la humanidad.

 

A eso llamamos pecado, a la ruptura que hace el ser humano con Dios y con el prójimo para, digamos, rechazar al primero y tratar de dominar o aniquilar al segundo. Los cristianos nos sabemos todos pecadores aunque la gracia de Dios es mucho más fuerte que nuestras faltas y, continuamente, nos ofrece el perdón. Este se da con el arrepentimiento y el intento claro de enmendar lo negativo y mejorar el propio comportamiento.

 

El primer paso de la autenticidad busca la correspondencia clara entre la fe y la actuación. O también entre las convicciones más íntimas y las actitudes hacia los demás. No es fácil el itinerario que cada uno puede trazar en ese sentido. El mismo san Pablo nos lo advertía hablando de sí mismo: «No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco» (Rm 7,15). Cuando algo de esto nos ocurre a nosotros, quedamos sorprendi dos y tendemos a dos reacciones, la perplejidad, no puede ser, o hacia la desazón, no puedo llegar a ser mejor.

 

En ese campo de juego al cristiano se le exige algo más. La comprensión del otro por encima de las diferencias ideológicas o culturales, la aceptación del semejante más allá de las diversas cosmovisiones que presente, el amor incondicional a todo ser humano a pesar de los rechazos e incomprensiones de los demás.

 

En las conversaciones de nuestra vida ordinaria, en los artículos de prensa o en las opiniones de algunos tertulianos se pide siempre el cumplimiento justo de las grandes realidades sociales que algunas veces se pueden convertir en utopías: la libertad, el diálogo, la justicia, la democracia, la interculturalidad y un largo etcétera. Nadie es capaz de poner en duda la bondad de la propuesta. Todos queremos vivir con entera libertad, apelamos constantemente al diálogo, exigimos que la justicia sea aplicada con total equidad, valoramos la dignidad del ser humano independientemente de su raza, cultura o religión... y tantas otras aspiraciones que sólo con enumerarlas nos sobrecogen.

 

Casi nadie discute estos grandes deseos de la humanidad actual. Sobre todo cuando los exigimos a los otros, cuando no nos comprometen en demasía o no perdemos nada personal en su aplicación. A veces nuestra posición descomprometida hace que las palabras se conviertan en pura palabrería o en sonidos vacíos de contenido o en acusaciones di- rectas contra personas e instituciones. Parecemos jueces con las sentencias firmadas.

 

Los cristianos necesitamos exigirnos mucho más. Contemplar la cruz de Cristo, escuchar su palabra y seguir sus pasos, nos obliga a reformular nuestra crítica o nuestra denuncia. No podemos exigir libertad, diálogo o justicia sólo a las autoridades de nuestra sociedad o a la gente del entorno familiar si somos incapaces de la escucha serena, de la aceptación in-condicional o el amor sin límites hacia los demás. Pedir diálogo y seleccionar de manera interesada a los intervinientes por su proximidad ideológica, cultural o religiosa tiene visos de buscar más bien el enfrentamiento o el rechazo. Exigir libertad para todos y mantener nuestra posición personal de dominio, suena a cinismo. Nos puede pasar a todos. Pero conviene saber que está en las antípodas del amor de Cristo.

 

Con mi bendición y afecto.

 

+Salvador Giménez,

 

obispo de Lleida.